Veo en las calles mujeres que caminan desmembradas,
truncadas por los golpes en los cuerpos y en sus almas.
Mujeres marchitas por la desesperanza, con cicatrices profundas,
imborrables y amargas. Mujeres que piensan, que disienten y sienten,
que hablan y palpan, que dan a la luz vida y amamantan.
Veo los camposantos de mi patria: blancos, pero teñidos de escarlata.
Allí descansan mujeres que clamaron, mujeres que amaron,
mujeres... que confiaron. Arrancadas a deshora, cuando aún latía
en sus mentes y en sus cuerpos la vida, cuando el futuro les deparaba
éxitos y sonrisas. Mujeres que mueren ahogando un grito
en sus gargantas, esperando una esperanza.
Blancos, pero teñidos de escarlata también hay camposantos
en otras tierras lejanas. La sangre inocente de las mujeres fluye,
busca respeto, identidad, su lugar en esta sociedad convulsa.
Quiere ser lo que la vida la hizo: mujer desnuda de prejuicios.
También veo mujeres calladas, llevan los labios sellados,
van cabizbajas, con dolor en la mirada, pero adentro gritan: Basta.
Por ellas, enmudecidas por el miedo, acalladas por la desconfianza,
elevamos un grito las mujeres hermanas. No silenciaremos nuestras voces,
que nuestro grito retumbe en los cielos, que cada lugar del universo,
como hecatombe escuche nuestra voz al unísono.
¡Que se detengan las manos que mutilan,
las manos asesinas,
las que cortan sueños y visiones,
las que siegan vidas!
No callaremos hasta que nuestro grito trascienda,
hasta que el infinito se asombre, hasta que cesen
las heridas internas y externas,
hasta que el sol se derrame sobre nuestras quejas,
nuestro grito de tiempos ancestrales,
se vuelque sobre el mar, se oculte
en las arenas y se convierta
en un cántico de victoria.